La más hermosa bendición.

 
Mi primer ballet lo vi a los 4 años. En el viejo canal 9, daban, por aquel entonces, un programa que se llamaba "Veladas de Gala", y si mal no recuerdo, iba los sábados a las 22 hs. En ese ciclo, que duró varios años,  pude descubrir y disfrutar a los grandes bailarines y ballets que pasaron por Buenos Aires durante la décadas del '70 y '80. Pero aquel primer ballet lo recuerdo, aún hoy día, como si sólo hubieran pasado algunas pocas horas: "Carmen" de Bizet, por la magnífica Maya Plisétskaya. Y, sí, digamos que al mundo del ballet entré por la "puerta grande".
Mamá me había preparado la "platea" frente al gran televisor blanco y negro, sin embargo, en mi memoria, lo recuerdo lleno de color; sentada en mi pequeña silla de madera y paja, con mi bolsita de caramelos de leche, miré embelesada cada movimiento, de principio a fin, casi sin atreverme a moverme por temor de que aquel mundo mágico se desvaneciera frente a mis ojos. 
Desde aquel día no tuve dudas: la danza sería el alma de mi vida. Esperaba cada fin de semana que anunciaran la nueva "Velada" y me decepcionaba cuando anunciaban óperas o conciertos. Robaba los viejos vestidos de mamá y me armaba los vestuarios, soñando con las mágicas zapatillas de punta, que te llevaban al cielo. Grababa la música de los distintos ballets, con un grabador a cassette, para después tratar de copiar los pasos. Y, finalmente, mi pobre madre logró juntar las monedas para llevarme a ver por primera vez un ballet al teatro, ¡en vivo! Fue la compañía de danzas españolas de Ángel Perisse. Aquella tarde, volví no solo enamorada de la danza, también del teatro. 
El Teatro Liceo es el más antiguo de Buenos Aires, en la esquina de Paraná y Rivadavia; un coqueto edificio de estilo colonial que causó en la niña de 7 años que era por entonces una fascinación que jamás olvidé. Tener a los artista en persona era además algo que nunca logré superar; desde los más célebres y famosos hasta un simple grupo de actores amateur, causan en mí, una emoción imposible de narrar, "cholulismo" que le dicen, pero va más allá del artista. Es el escenario, ese lugar único en este mundo, dónde todos los sueños se hacen realidad, donde nada es imposible, y el alma humana deja siempre lo mejor de sí, lo que no se atrevería a decir en ninguna otra parte. El escenario nos vuelve canto, danza, oración, grito desesperado, libertad; nos animamos a ser nosotros mismos, y a la vez, alguien más, que busca decir lo que las palabras no pueden, lo que nadie escucha en otro lugar. El escenario es un universo infinito. Y, a medida que fui creciendo, fui descubriendo que no hay otro lugar en donde quiera estar... ¡aunque más no sea para barrerlo!
Ya terminando la primaria, en una trasnoche de TV, casi de casualidad, vi un especial; era el "nombre largo" de un bailarín ruso, en Hollywood. Como comenzaba con la marquesina de un teatro anunciando Giselle, dejé de lado el sueño, y me dispuse a verlo. Total, estaba de vacaciones, no tenía que madrugar al otro día y mamá dormía; era cuestión de dejar el volumen bajo.  
Fue sumergirme en un universo nuevo, como si la danza naciera por primera vez ante mis ojos atónitos; era imposible que un simple mortal lograra algo así, con esa perfección, con esa belleza, con ese sentimiento. Me fui a dormir soñando con cada coreografía y desperté por la mañana, contando una y mil veces a mi pobre madre la magia de aquel bailarín ruso de "nombre largo" que no podía recordar, ni a palos... Un par de años más tarde, casi doy vuelta la mesa del salto que pegué, cuando en la tele anunciaron el estreno de una película.
-¡Es él mamá! -grité- ¡Él es el bailarín que siempre te digo! 
Y corrí a buscar el diario para encontrar el bendito nombre: Mikhail Baryshnikov. Nunca más lo olvidaría ¡Cómo olvidarlo! Marcó para siempre mi vida, y aunque son muchos los bailarines que me fascinaron, en él descubrí algo único, una emoción que nadie más consigue en mí. 
Mis sueños de bailarina quedaron colgados en algún rincón de mi pasado; no fue hasta estar casi terminando la secundaria, 16, 17 años, cuando pude tomar mis primeras clases de danza, muy tarde para pensar en una carrera profesional. Pero, aquellas clases me regalaron mucho más que un viejo sueño: mi profesora y amiga Ada. Ella, ya lejos de los oropeles de Hollywood y Moscú, me enseñó a descubrir la danza en lo profundo de mi alma, para entregarla a los demás. Me enseñó a ser algo mucho más valioso que Primera Bailarina del American Ballet, o de cualquier otro ballet: me enseñó a ser Maestra, así, con mayúscula, como lo fue ella en mi vida. Muchas años después, cuando la danza parecía muerta en mi vida, Dios se encargó de levantar un pequeño escenario en el patio de mi parroquia, con la "excusa" de los Pesebres Vivientes. Nacía "Las Huellas de Jesús", el pequeño grupo de danza que se fue formando con los chicos del barrio. Aquellos pocos años de Fiestas Patronales, Día del Niño y Pesebres, fueron los más felices, en los tiempos más difíciles de mi historia; cada chico, cada coreografía, cada función me dieron una danza nueva, esa de la que tanto me había hablado Ada, y que sólo comprendí cuando baje del escenario para que subieran ellos.
La danza es dar el alma, con todas sus luces y sombras, darla toda para que se transforme en bendición para los demás.



A todos los bailarines, coreografos, músicos que me regalaron sus almas, ¡GRACIAS! Gracias por darle a mi vida la más hermosa bendición: DANZA. 




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