Mamá

Mi mamá es en mi vida, el único ser puro, verdadero, profundo que he conocido. Tenía una nobleza, una generosidad que no eran de este mundo y una fortaleza interior que no era propia de su cuerpo menudo, frágil. Aún en los momentos más duros de su vida, su sonrisa estaba pronta para el que precisara una presencia alentadora, un abrigo, un consejo. Nunca tuvo nada, pero siempre tenía algo para dar, fuese material o emocional, ella siempre estaba cerca para darse, para acompañar, para contener, para cuidar. 
Torpe ama de casa, supo ser siempre MAMÁ,  mía, de mi hermano, de quien precisara, siempre a lo largo de toda su vida; ella misma decía que esa era su única verdadera vocación en la vida. 
Su primer recuerdo era un largo pasillo de un conventillo en La Plata, su ciudad natal, a principios de los '30, donde, durante un carnaval, los vecinos se tiraban baldazos de agua jugando y festejando. Por ese entonces, ella era una niña de unos 3 o 4 años, que habiendo perdido a su hermana melliza poco después de nacer, vivía sola con su progenitora; nada supo de su padre, abuelos, tíos, o cualquier otro familiar.  Poco después, comenzó a ir a "La Copa de Leche", un merendero de la época, administrado por la Sociedad de Damas de la Beneficencia, que Eva Perón disolvería a poco de asumir como Primera Dama. Allí, el matrimonio que trabajaba como caseros del lugar, se encariñaron con ella y hablaron con la progenitora de mi mamá, para pedirle cuidar de la niña. De igual manera que uno regala los cachorros de una perra cuando nacen, dejo a mi madre con aquel matrimonio, para reclamar "derechos" a cambio de alguna remuneración unos años después. El conflicto terminó ante el Juez de Menores que, al no lograr un buen acuerdo entre las partes y atado por las leyes de aquel entonces (que en materia de minoridad siguen siendo igual de injustas) determinó que mamá fuese a un colegio pupila, bajo su guarda. 
Así llegó mi mamá al colegio de las Hnas. de la Misericordia, en La Plata, donde estuvo hasta los 17 años para luego ser trasladada, a pedido del padre Ferreira, al colegio de las Hnas. Esclavas del Corazón de Jesús, una congregación de monjas chilenas. Gracias a la Madre Gloria, egresó a los 21 años del colegio como empleada  administrativa en la Municipalidad de La Plata y parte de una familia residente en Villa Elisa, donde vivió, hasta mediados de los años '60, cuando decidió venirse a Capital Federal. Si tengo que hablar de "abuelos", fueron el padre Ferreira, la Madre Sor María Lujan, la Hna. Sor Edubijes, la Madre Gloria. Ellos fueron los ángeles que cuidaron de mi vieja, la educaron, la hicieron la gran mujer que fue, su guía, su luz en ese camino tan difícil que le tocó transitar. Crecí escuchando aquellas viejas anécdotas de colegio y a través de sus relatos, aprendí a amarlos como se aman los abuelos que nos cuidan como ángeles desde el cielo.
La gran ciudad fue bastante hostil con mi vieja, sola sin familia alguna; pero mi progenitor lo fue mucho más. Por lo que a mi vieja no le quedó más remedio que sacar fuerzas de dónde solo logran sacarlas  la madres y criarnos sola; tuvo la ayuda de Ana, una amiga que, con todos sus errores, la acompañó. Ana murió cuando cumplí 11 años y, de ahí en más, mamá se quedó profundamente sola, en toda la  dimensión de la palabra. De pronto descubrió, que podía, que era capaz de enfrentar la vida y ganarle la partida. La mujer que soy, es el fruto de su esfuerzo, de su valentía, de su amor, de ese irrefrenable deseo de vivir, de ser feliz, de amar con todas sus fuerzas. 
Y, aunque ya no este su presencia física aquí, sigue presente en mi vida, viva, fuerte, infinita con su amor; cuando todo se derrumba a mi alrededor, ella sonríe, me abraza y todo pasa. Solía decir que "las madres solo descansan cuando se las llevan con los pies para adelante"; yo no estoy tan segura, creo  que sigue aquí, tan amorosamente laboriosa, cuidando de mí, de su nieto. Creo que aunque todas las estrellas del cielo se apaguen, existe una que siempre estará brillante, iluminando lo profundo de mi ser: MAMÁ.


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