Amar la vida.

 Nací en diciembre del '70, y ya de entrada, arrancamos complicados. Era 3 de diciembre, Día del Médico, y como para que me fuera acostumbrando a vivir en Argentina, ese día había paro de camilleros. Mamá estuvo casi tres horas en el pasillo del hospital, esperando en la camilla que alguien la transportará hasta la sala luego de la cesárea. Así comenzó mi vida...
Mi único hermano, había fallecido en mayo de ese mismo año, de un tumor cerebral a los tres años de edad; mi padre, después de agotar su colección de falsas promesas, se mandó a mudar y mamá quedó sola, esperando mi nacimiento. Sin trabajo estable, ni familia, viviendo en una pensión de Buenos Aires, fue la dueña de la pensión la que le propuso un "cambio de identidad" para ayudarla a criarme. Ya la había ayudado con la crianza de mi hermano y eso hizo que mamá aceptará la propuesta. Y, al mejor estilo de telenovela mexicana, de esas que no se logra pasar del primer capitulo, terminé anotada como hija legal de una completa extraña. El trato era que las dos cuidarían de mí; si mamá partía primero de este mundo, yo quedaría al cuidado de su amiga, y si era ella la que partía, como hija legal, heredaría todo sin más tramite, quedando mi madre y yo aseguradas económicamente. No estamos hablando de las fortunas de las clásicas novelas, pero si de una estabilidad económica que mi pobre madre no tenía ni en sueños.
Aquellos primeros años de mi infancia, transcurrieron en la vieja pensión, en la esquina de Chirimay y Alberdi, justo en límite entre Primera Junta, Caballito y Flores, barrios coquetos, de tango y chalets. Crecí, aquel tiempo, como la "hija de la dueña", un poco mandona y caprichosa, pero con los límites más que claros cuando me pasaba de la raya. De todas las familias que habitaban la pensión, yo recuerdo la mi amigo Juanjo. Era de mi misma edad y tenía dos hermanos mayores y uno menor, todos varones. Eramos inseparables. Para cuatro hermanos, sin padre y con una mamá sin trabajo estable, no siempre eran buenos tiempos, y fueron ellos los que me enseñaron el valor de compartir. Como hija única mimada, era bastante mañosa a la hora de la comida (y lo sigo siendo). Mi pobre Juanjo se quedaba mirando mi plato, esperando que dijese que no quería más para terminárselo él; pero, no sé cómo, mamá siempre tenía un plato más para quien lo deseara, y las "sobras" nunca fueron para Juanjo. 
Nuestras grandes aventuras, las vivíamos un poco en la terraza, otro poco al pie del árbol en la vereda. Sí, eran tiempos en que todavía los chicos podíamos jugar en la vereda. Chirimay era una cortada somnolienta y Alberdi, una avenida vieja, que lucía orgullosa su empedrado; fue tiempo después, con la llegada del asfalto que el tráfico de autos se volvió peligroso. 
Los domingos y feriados, el paseo era el Parque Chacabuco y el camino de coquetos chalets que nos conducía a él. En verano, mate, sandwichs, algunas frutas y los baldecitos de plástico nos avisaban que ese día, lo pasaríamos en La Costanera. Para hacernos de algunas monedas que malgastar en caramelos y chocolates, mamá nos separaba viejas revistas que vendíamos junto a la entrada del supermercado que estaba a lado de la pensión. 
Con el comienzo de la primaria, comenzaron los tiempos más oscuros de aquella década; nosotros éramos niños y parecíamos lejos de ese horror, sin embargo, se respiraba el miedo; mamá me hablaba de "golpe de Estado", "gobierno de facto", pero sería recién con el retorno de la democracia, que entendería el horror por el que había transcurrido, jugando inocentemente con  Juanjo. 
Aquellos años, fueron los más felices de mi infancia. Cuando terminé el 2° grado de la primaria, las dificultades económicas y el deterioro del edificio, hicieron que debiéramos mudarnos al viejo barrio de San Telmo. Nunca volví a saber nada más de Juanjo o sus hermanos. Lo recuerdo como ese "ángel" de dorados cabellos que iluminó mi infancia, que me enseñó el valor de la amistad, una que no volví a encontrar, esa que sólo los niños saben dar. Y, la verdad, no estoy segura si quiero imaginarlo hombre, prefiero quedarme con el niño que fue, con aquella niña que fui; con ese tiempo en que, la "hija de la dueña" y el "hijo de la inquilina" tenían el mismo linaje: el que otorga el corazón.  
La vieja casona donde se acobijaba la pensión, ya no existe. En aquella esquina se levanta hoy, un moderno edificio de departamentos. Escribiendo estas añoranzas, se me dio por googlear aquel lugar y casi no pude reconocerlo. Dice una vieja canción, que "uno siempre vuelve a los lugares donde amó la vida", pero no es cierto; solo se vuelve a una dirección, un montón de piedra y cemento que levantó el tiempo. No hay manera de volver... "Recordar", significa "volver a pasar por el corazón". Es ahí donde volvemos, a nuestro corazón. Ahí siguen vivos, intactos los sitios, los seres que amamos, que con su ausencia o presencia nos acompañan siempre. Y son sólo ellos, los que nos hacen amar la vida.



Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida
Y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas
Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso
Que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo
(Canción de las cosas simples. Armando Tejada Gómez/César Isella) 


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