La mejor lección

 El primer gran cambio de mi vida fue mudarnos del caserón de Alberdi y Chirimay, al departamento de Humberto I, en el corazón de San Telmo. De la niña extrovertida y audaz, que siempre estaba rodeada de chicos con quienes jugaba y pasaba la tardes en la vereda o en el Parque Chacabuco, sólo quedó una chiquilla solitaria, en un departamento antiguo donde se veía el cielo, desde el patio interno. También la escuela era distinta; el colegio Martín Miguel de Güemes, era un edificio antiguo, emblemático, donde había estudiado el escritor Héctor Gagliardi, y que había quedado inmortalizado en muchos de sus versos. Siendo de una familia tanguera, tenía en mi casa sus libros y al leerlos, me parecía reconocer en sus poemas, no sólo mi escuela, sino cada rincón de ese San Telmo que ahora se había transformado en mi hogar. 
El Parque Chacabuco, había cedido sus tardes de domingo al Parque Lezama. Los paseos por las calles de chalets, eran ahora un viaje al pasado, en la Feria de Antigüedades de la Plaza Dorrego. Sí, San Telmo tenía una magia infinita, en sus callecitas bordeadas de tiendas de antigüedades donde, todo ese Buenos Aires que solía escuchar en los tangos, de pronto cobraba vida y se desplegaba frente a mis ojos que lo contemplaban embelesados. Como niña que era, mi pasión eran los juguetes antiguos, especialmente, las muñecas. Nunca pude comprar una de esas de porcelanas, pero con el tiempo, me regalaron una dama antigua, como las de las tiendas de antigüedades, a la que le puse el nombre de Caroline, por la madre de los Ingalls, ya que tenía la ropa muy parecida al "vestido de domingo" que usaba el personaje en la serie. 
En el nuevo colegio no me fue fácil relacionarme; conmigo, entró ese mismo año, una niña con la que nació una amistad. Las dos nos llamábamos Alejandra. Era inquieta, traviesa y un poco "machona", como decía Ana (la mujer que me crio junto con mamá). La verdad, es que ella no le tenía simpatía, pero a mí poco me importaba; era mi amiga y eso bastaba. Los dos años que compartimos en el colegio, fueron los mejores. Desgraciadamente, sus padres alquilaban una habitación en una pensión y tuvieron que mudarse; desgraciadamente para mí, porque para ella era ir a vivir a una casa, con muchas más comodidades. Pero, como era en provincia, se fue de la escuela y ya nunca volví a saber de ella. 
Me quedé sola. Mi vista empezaba a sacar a la luz mi miopía y para poder copiar la tarea del pizarrón, tenía que tener mi pupitre muy cerca del mismo, haciendo que cada vez me aislara más del resto de mis compañeros. Sin embargo, de aquella escuela guardo en mi memoria, tal vez, los mejores recuerdos de mi primaria. De 3° a 5° grado, aprendí mucho más que matemáticas o análisis sintáctico; tuve a mi maestra Nilda, en tercero y cuarto, y en verdad era como aquel viejo poema de Gagliardi, "La maestra". Durante toda mi primaria tuve excelentes maestras; luego, la danza me regalaría a Ada, mi maestra del alma. Pero, si amé y valoré a todas mis maestras, fue porque en todas, había algo de Nilda.
En verdad, fue una segunda mamá; era la que se arriesgaba a una sanción cuando ponía una leche de más en esa mochila que partía a una casa que la necesitaba; eran las manos que cosían a escondidas en algún recreo ese botón que faltaba; era la que no necesitaba voltear mientras escribía en el pizarrón para saber qué estábamos haciendo cada uno de nosotros; la que siempre tenía un tiempito, entre recreo y recreo, para volver a explicar la lección. La que nos traía la tarea a casa cuando enfermábamos. La que se quedaba después de hora, escuchando a la mamá, al papá y sus historias. Era a la que le podíamos hablar sin temor al castigo. 
Puede que con los años, hayamos olvidado cómo resolver los problemas de regla de tres compuesta o el año exacto de la Batalla de San Lorenzo, pero nunca olvidaremos esa "lección" que nos dejó escrita en el corazón, esa que se enseña con un abrazo, una sonrisa, la mirada que nunca se olvida. Esa lección que cuando la vida nos abofetea la cara, vuelve intacta a nuestra memoria para encontrar el camino correcto y ser mejores personas. 



"Preguntá de a traición 
maestra del cuarto grado
que cuanto me has enseñado
lo llevo en el corazón..."
La maestra, Héctor Gagliardi 


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