Mi otra mamá.

 El edificio de San Juan al 900, casi esquina Tacuarí, era, en aquel entonces, el más alto de varias manzanas. Frente a él, corría soberana la Autopista 25 de Mayo, cuyo paso había derrumbado edificios casi centenarios, viejos conventillos, imponiendo los motores al somnoliento paisaje de las viejas calles de barrio. Muchos de los que habitaban el edificio al que nos estábamos mudando, habían comprado los departamentos con la indemnización que el gobierno militar les pagó por la pérdida de sus viviendas. Todavía estaba en construcción cuando los adquirieron. Cuando llegamos con Ana y mamá, sin embargo, me pareció un edificio tan antiguo como todo San Telmo.
Eran los comienzos de los años '80. La autopista era todo un suceso, la dictadura militar estaba llegando a su fin, aunque, todavía faltaba la más dolorosa y fría de las guerras. Ana había conseguido el trabajo de portera en el edificio y nos estábamos mudando al pequeño monoambiente que sería mi hogar por 13 años, la "portería", como siempre la llamamos con mamá. Y en esa portería, mi vida cambiaría para siempre. 
Ana había sido hasta entonces, una mujer independiente, absoluta dueña de sus decisiones y modo de vida; alguien que despertaba los suspiros a su paso, seguro e implacable, y que no sabía cómo enfrentar al tiempo que, frente al espejo, deshojaba almanaques sin piedad. De dueña, de pronto, se encontró como empleada que debía respirar hondo antes de responder; su cuerpo mostraba el paso del tiempo y las pastillas adelgazantes ya no hacían efecto. Todavía guardo en mi memoria la sombra en su mirada en aquel último baile al que fuimos, cuando llegando el final comprendió que nadie la sacaría a bailar. Eran los '80 y no sólo ella había cambiado; el Buenos Aires de tango y malevos que había sido su mundo, ya no existía...
Poco a poco se fue apagando, hasta que por fin, su corazón una mañana fría de agosto, dejó de latir. Yo estaba en la escuela, la nueva escuela de doble escolaridad a la que me habían cambiado, cuando entró en mi salón la directora y habló en voz baja con mi maestra; al verla entrar, lo supe, Ana había muerto. Mamá me esperaba en la dirección. 
Para mí, hasta ese entonces, mi mamá era Ana; nada sabía de lo que ambas habían hecho cuando nací. El velatorio, el entierro y, finalmente, el regreso a casa lo guardo en la memoria como el recuerdo de otra persona. Algunos días después, escribí una carta a mamá, preguntándole si podía ser ella "mi mamá", ahora. Siempre me pregunté que habrá pasado por el corazón de mamá al leer aquella carta. 
Mi pobre madre se enfrentaba ahora a la verdad que había callado por 11 años; para la ley, yo no era nada suyo, el trabajo de Ana había quedado para ella y, con él, la vivienda. Pero yo...
Lo primero era decirme la verdad sobre mi origen, quién era mi verdadera madre y por qué había hecho lo que hizo. Imagino que debe haber sido lo más duro para ella; para mí, sin embargo, fue casi una liberación. No sabía por qué, pero siempre me sentía más segura, confiada con mamá que con Ana; era mi confidente, el primer rostro que veía al despertar y el último al llegar el sueño; los brazos que me acunaban desde que tenía memoria, la voz dulcemente desafinada que me arrullaba los viejos villancicos que me dormían; ella era la bella princesa, el valiente caballero, la hada madrina y todos los personajes que llenaban mi imaginación de fantásticas historias; la maestra de mis primeras letras y números; el refugio seguro cada vez que el miedo me invadía el alma. Ella siempre había sido MAMÁ, aunque la llamase "tía".
Confieso que me llevó varios años perdonar a Ana muchas cosas que ya no importan; hoy sólo queda agradecimiento por mi hermano, por mamá y por mí. Errores todos cometemos y, ahora que, en cierta manera me tocó estar en su lugar, comprendí lo duro que debió ser para ella toda esta historia mal escrita. Es verdad, no soy de perdonar fácilmente, me lleva tiempo (y más de una cana), pero creo que Ana es a la única persona que en verdad perdoné por completo, sin rencor alguno o reproche. Ana es, quizá, quien me hizo comprender el valor del perdón sincero, porque sólo se perdona verdaderamente lo que se ama. Y la amé, como sólo se ama a "mamá".
Con todos sus errores y aciertos, con sus miedos y seguridades, con sus buenos y malos humores, con todo el amor que supo darme, fue mi mamá 11 años, y siempre estará en mi memoria así, como esa primera "mamá" de mi vida. 
Porque, ¿saben qué?... No existen las "madres del corazón" y las "madres biológicas". Sólo existe MAMÁ. Y yo debo agradecerle a Dios que, a falta de papá, tuve dos; dos grandes MAMÁS, que me dieron todo lo más hermoso de mi vida.
 


Por eso, hoy, que estarás bailando algún viejo tango con los ángeles, quiero decirte gracias, Ana, por haber elegido ser mi otra "mamá". 

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