Confía en tu misterio

Debo confesar que odiaba la escuela; tanto la primaria como la secundaria, fueron para mí una total y absoluta tortura. Castigo de la vida, tal vez, cuando ame ir a la universidad y estudiar lo que me apasionaba, se truncó y no pasé del 1er. cuatrimestre del 1er. año de Letras. Paciencia, en algún momento, volveré y terminaré la carrera, aunque más no sea para darme el gusto de estudiar lo que amo.
Mi madre era alguien a quien tanto se le había inculcado que el "pobre" es "pobre" y nunca va a dejar de serlo, que nunca se animó a traicionar aquella cruel teoría. Y, nosotras éramos pobres. Algo, de todas maneras, en su interior se revelaba y le daba la osadía de imaginar para su hija un futuro mejor. Fue esa la razón por la que me anotó en Perito Mercantil, y más osada aún, la "portera" inscribió a su hija en escuela privada, en lugar de hacer que la ayudara en el aseo del edificio, porque ¿a qué otra cosa puede aspirar la hija de la portera que no sea ser su suplente? Pero no fue hasta muchos años después cuando entendí este brutal acto de rebeldía. 
En aquel entonces maldecía ese castigo atroz de tener que ir todos los días a estudiar algo que odiaba y soportar el montón de compañeras inmaduras que me aburrían tremendamente con sus absurdas charlas sobre rock nacional, el color de moda o el mejor método para adelgazar y librarse del acné. No me encontraba dentro de ese grupo de 40 chicas, no las entendía, simplemente, nunca me sentí parte del curso. Es verdad, que las recuerdo a varias de ellas con cariño, Marcia quizá era con quien me sentía un poco más cercana; estudiaba danzas en la Escuela Nacional de Danzas y era la única que no me miraba raro al hablar de Baryshnikov o Bocca, pero, aún así, no logré una gran amistad con ella. Nada de lo que me gustaba, parecía interesarles y, por mucho que me esforzaba, no encontraba nada en ellas que me interesase a mí. Por eso, Pato, aunque en bachiller y luego en la nocturna, era mi amiga inseparable. A veces creo que no todo lo que le contaba, era de su interés, imposible que fuese así, pero me escuchaba, como yo la escuchaba a ella. 
Sé que mamá eligió aquella escuela porque era la carrera que me podía dar una salida laboral bastante buena, y con posibilidades de un buen sueldo; pero, lo que no tuvo en cuenta es que odiaba ese tipo de trabajo. Nunca me pude ver en una oficina, encerrada haciendo un trabajo administrativo e insoportablemente rutinario. La rutina no es para mí. Y, la verdad, es que aquel título de Perito Mercantil, para lo único que me sirvió fue para ingresar a la carrera de Letras. Tal vez, si se hubiera podido sacar de encima sus miedos e inseguridades y me hubiera dejado seguir Bellas Artes, como yo soñaba, todo lo que soñó para mi futuro se hubiese dado. Pero... ¡éramos pobres! Nadie vive de arte. Salvo Julio Bocca, Nick, Diego Torres o la lista interminable de artistas que lo logran. No por estar encerrados en una oficina, claro. 
Recuerdo aquellas discusiones con mamá, como una batalla perdida en todos los frente posibles. Tengo el sabor amargo de esa derrota que marcó toda mi existencia, y ahora, escribiendo este blog, siento un deseo interno de gritarle: ¡Ves, mamá, podía publicar mis historias y alguien las va a leer, alguien va a saber que exististe alguna vez y que no era tan imposible hacer lo que amamos, aunque seamos "pobres"! Pero, aún así, creo que no lograría salirse de ese molde en el que la encerraron. Tampoco importa ya. Lo que verdaderamente importa, es que dio su vida para darme lo mejor que tuvo a su alcance; y no me va alcanzar la eternidad para agradecerle eso. 
Sin embargo, aquella mañana de julio del '88, salí al colegio con el firme propósito de que ese sería mi último día de secundaria. Yo era bailarina y no iba a renunciar a la danza porque fuéramos "pobres". Como era costumbre, llegué tarde; estaban ya en el aula cuando entré y me senté rezongando por lo bajo.
-¿Y, vas a ir a Bariloche? -me preguntó una de mis compañeras (de la bronca que tenía aquel día, no recuerdo ni cual de mis 39 compañeras fue)
-Yo no viajo -respondí malhumorada- mamá  canceló el viaje, te dije...
-Pero saliste sorteada -me respondió
Me quedé mirándola sin entender de que hablaba. Fue entonces, Estela, otra de mis compañeras, quién me explicó qué había pasado el día anterior, cuando falté a clases; la chica que había salido sorteada con el viaje liberado cuando contratamos la empresa, había renunciado al pasaje porque no podía ir, no recuerdo por qué razón. Habían vuelto a sortear y la suerte había caído a mi favor. Por eso, querían saber si hacía el viaje de egresados o volvían a sortear. Miré el Crucifijo que colgaba sobre el pizarrón, con la sensación de que el Cristo me decía con una sonrisa cómplice: "Vas a tener que terminar la secundaria, si querés viajar". Creo que hasta me guiñó un ojo. 
Volví a casa pensando cómo iba a explicarle a mamá lo que había pasado, después de la terrible discusión que habíamos tenido la noche anterior. Además, faltaba menos de dos meses para el viaje y, si bien el pasaje y la estadía estaban pagos, todo lo demás, no. No tenía ropa, ni dinero suficiente para pasar una semana sola en Bariloche; ni siquiera sabía cómo administrar dinero. 
Primero, no podía creerlo; luego, cuando se dio cuenta que era verdad y que tenía un viaje a Bariloche gratis a mi disposición, la respuesta de mamá fue inapelable: ¡Sí, por supuesto que vas a viajar! De ahí en más, todo fue simplemente la segunda parte del milagro: todos los que supieron en el edificio que viajaba a Bariloche, le dieron algo para el viaje; algunos, algunos dinero y otros, la ropa y las botas que se necesitan para la nieve. Hasta el rollo de fotos para la cámara, vino de regalo. En menos de un mes, estaba todo listo y, a decir verdad, sólo cuando toqué la nieve caí en la cuenta de que en verdad, ¡estaba en Bariloche!
Como dije, no era muy afín con mis compañeras, por lo que recuerdo aquella semana, más que como un viaje de egresados, como un contingente turístico a Bariloche, pero sin mi vieja. Mi álbum de fotos fue muy diferente al del resto; pasé toda la semana fotografiando cada rincón de aquel lugar mágico que nunca olvidaré. Quería llevarme cada montaña, cada cabaña, cada arrayán en mi pequeña cámara, para siempre. Imposible de explicar la sensación cuando, de pronto, me vi frente a la montaña: tan pequeña yo, frente a ese universo que se elevaba desde la tierra hasta el cielo, con su majestuoso vestido de hierba y nieve, mirándose en su acuático espejo; el silencio, habitado por los trinos de los pájaros y el suave silbido del viento. Nada en las disco se comparaba con la luna, adormecida sobre el sereno Nahuel Huapi... En todo, en cada rincón, en cada recuerdo, aquel viaje, fue un milagro.
Regresé de madrugada; sin celulares ni internet, en aquella época, llamé desde un locutorio a mamá para avisar cuándo llegábamos con mis últimos centavos disponibles; el resto, era para el pasaje desde el colegio hasta casa. Le pedí a mamá que se quedase en casa, no hacia falta que me fuera a buscar, pero, ni bien abrí la puerta del ascensor, me encontré con ella, esperándome con los ojos llenos de lágrimas contenidas y los brazos ansiosos por abrazarme. El café con leche caliente, me esperaba remolón sobre la mesa y el comienzo de la mañana nos encontró con una catarata de anécdotas desparramadas por toda la casa. 
Aquel viaje fue un milagro, uno de esos que desempolva Dios, cuando sentimos que no podemos más...

Por eso, cuando sientas que ya está todo perdido, respira hondo y recuerda que, por muy "pobre" que seas, por muy solo que te sientas, Dios siempre tiene un milagro que regalarte para llenarte de vida una vez más.



Confía en tu misterio.
Desconfía de tus criterios...
(Mamerto Menapace)

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